¿Qué ventaja constituye adquirir cantidades prescritas de información sobre geografía e historia, o adquirir la destreza de leer y escribir si en el proceso pierde el individuo su alma: si pierde su apreciación de cosas preciosas, de valores a que se refieren estas cosas; si pierde el deseo de aplicar lo que ha aprendido y, sobre todo, si pierde la capacidad para extraer el sentido de sus futuras experiencias cuando se presenten?
Con esta alusión al filósofo y pedagogo norteamericano John Dewey, quiero señalar que la educación va más allá de ser el escenario de adoctrinamiento y formación de sujetos dóciles para un sistema social. No se educa para convertir a los jóvenes en repetidores de contenidos ni para reducir el potencial humano a la producción de capital. Educar es, ante todo, empoderar a los hombres y mujeres para ser agentes de sus propias vidas, seres capaces de tomar decisiones libres y dar cuenta de las mismas, todo en función del bien común y el respeto de la vida en todas sus formas. Para ello el Estado debe garantizar todos los recursos posibles para formar ciudadanos pensantes, personas libres, conscientes, capaces de dar cuenta de sus propias acciones y dispuestas a luchar para impedir cualquier forma de tiranía, sometimiento y violación de los derechos fundamentales.
Recientemente ha vuelto a la escena pública este asunto, como “objeto de reclamación”. No es novedad que el abandono estatal de la educación mueva a los ciudadanos, hombres y mujeres de diferentes clases sociales a salir a las calles y exigir del Gobierno condiciones dignas para el ejercicio de este derecho inalienable. Pero la educación debe considerarse como cuestión en sí misma, en su concepción, métodos y fines. A pesar de haberse convertido en escenario y “caballo de batalla” de las consignas electorales en la voraz competencia de los intereses políticos que instrumentalizan los derechos tanto en el discurso como en la práctica, es preciso asumir también que el sentido y los alcances de la educación y la acción misma de educar constituyen un problema real, concreto y urgente, desde donde se indaga por el sentido y los fines de la sociedad.
La educación es crucial para visibilizar, analizar, comprender y dar solución a problemas estructurales de la sociedad como la desigualdad, el desempleo y en nuestro caso particular latinoamericano, la tiranía de la corrupción. Con una generación de ciudadanos educados bastaría para iniciar la transformación social, rotunda y radicalmente.
Para varios pensadores (entre otros John Dewey, Estanislao Zuleta y Paulo Freire) hay una “conexión orgánica” entre las nociones de “educación” y “experiencia” (términos no equiparables entre sí, pero cuya interrelación es la base para su comprensión). En este sentido, la educación se basa tanto en “la experiencia vital real de algún individuo” como la experiencia colectiva, enriquecida mediante las prácticas educativas adecuadas. Esto posibilita en el individuo la apertura a nuevas experiencias, cada vez más significativas y auténticas. La educación está orientada a enriquecer y a dar paso a nuevas y más elaboradas formas de experiencia en la vida del sujeto que aprende, a potenciar sus capacidades y a propiciar una convivencia armónica con otros individuos autónomos.
La experiencia de la lucha por el derecho a la educación es en sí misma una práctica educativa. La valoración de la dignidad humana y la expresión del deseo de transformación social marchan de la mano. Al revisar la historia de la educación nos podemos formar una idea sobre los contenidos que se han considerado valiosos y con eso las estrategias empleadas para su transmisión a los jóvenes, de generación en generación y según los diferentes contextos. En efecto, la educación tradicional ha tenido el acento puesto en la reproducción de contenidos, habilidades, actitudes y valores morales considerados útiles para llevar una vida “buena” en un determinado modelo de sociedad, generalmente desigual y en el cual el sujeto vale por su productividad dentro del sistema. Aquí la resignación, la docilidad y el miedo son algunos de sus principios.
Las acciones colectivas de protesta y exigencia de sus propios derechos disponen al sujeto del aprendizaje a enriquecer su proceso educativo con la experiencia colectiva de la lucha por una causa legítima, el bien común.
En las experiencias de lucha colectiva por los derechos hay casos favorables y desfavorables según los propósitos y métodos formulados. El problema estriba en que tales experiencias muchas veces se presentan desconectadas e impertinentes, y de tal dispersión queda un desaliento generalizado, llevando a tomar distancia de los objetivos inicialmente propuestos y los fines de la lucha. Lamentablemente, algunos abanderados de la educación, no quieren asumir el reto de reformular todas las instancias concernientes a la práctica educativa, empezando por la asignación presupuestal y las garantías laborales de los docentes. Así las luchas caen en saco roto y no llegan a un cambio efectivo, ni mucho menos a mejorar las condiciones para la práctica educativa ni llegar a generar un impacto transformador en la sociedad.
La protesta es una práctica pedagógica que dispone a la sociedad a reflexionar sobre sí misma y a comprenderse como comunidad, en donde cada hombre y mujer puede reconocer a los demás como personas iguales, sujetos de conciencia y capaces de pensar y sentir, y de luchar por una causa común.
Salir a marchar y exigir los derechos es hacerse responsable de las propias acciones y respetar el hecho de que los otros también lo hagan, es decir, reconocer la dignidad propia y de los otros para ser tratado de esa manera, aportar a los cimientos de una sociedad igualitaria, a las libertades del individuo y al juicio crítico en la vida social.
Es necesario que sean los estudiantes y los maestros quienes se movilicen, pues los principios rectores de la educación surgen del aula y de las necesidades manifiestas in situ por parte de los alumnos y los docentes, no de las hipótesis formuladas desde instancias ajenas a la práctica educativa (un partido político o un grupo económico). Pero esta movilización necesita del respaldo total de la sociedad civil, desde todos los estamentos, desde el sector público y privado, desde todas las clases sociales, pues lo que está en juego es la forma misma de vida que tendremos en los tiempos venideros.
Apoyar la lucha estudiantil es reconocer el protagonismo de la educación en la construcción de sociedad y que la educación debe fomentar el desarrollo de las capacidades humanas y la plenitud personal no solo del sujeto de aprendizaje, sino de toda la sociedad, en términos de asumir una actitud responsable, dar sentido a las propias acciones, comprometerse con la búsqueda honesta del conocimiento, reflexionar e influir en otros positivamente y desarrollar una conciencia moral autónoma capaz de distinguir lo justo y defenderlo con vehemencia.
Escrito por Danny Carvajal para Unidos por la paz Alemania
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